8 de octubre de 2012

Laura

- Hola.
- Hola, qué tal, disculpá la molestia, te llamo porque encontré este número en un CD del grupo "Nunca Taxi".

Era domingo, a eso de las siete de la tarde. La voz de la chica sonaba más que interesante, así que le di pié para que siga:

- Ahá, sí, yo era miembro de ese grupo. ¡Contame!...
- ¡Ah, qué bueno! Me llamo Laura. Tal vez te suene raro el motivo de mi llamado, pero te explico: hace un par de años yo era compañera de facultad de Gabriel, el cantante. Nos hicimos bastante amigos, él me caía muy bien, me regaló el cedé de la banda... Bueno, después él dejó la facultad y no lo vi más, no supe más de su vida. Y bueno... en estos días me acordé de él y quise saber en qué anda, pero no tengo su teléfono. ¿Vos tenés contacto con él, sabés algo de su vida?

Rápido de reflejos, lo primero que me vino a la mente fue responderle con la estricta -aunque selectiva- verdad:

- Bueno, yo me fui del grupo hace un tiempito, así que casi no tengo contacto. Nos mandamos un mail cada tanto. Pero lo que sé es que se casó...
- Ah... mirá vos...

Percibí en ese breve silencio de su respuesta un dejo de desilusión. Obviamente Laura estaba interesada en Gabriel de alguna manera, y mi reporte del estado civil pareció desanimarla, tal como me lo había propuesto y sin faltar a la verdad. Rápidamente tenía que remontar la conversación.

- Y... contame... ¿te gustaba el grupo?
- Eh... bueno sí. En realidad no es el tipo de música que me gusta a mí, pero estaba bien. En realidad me gustaba porque era el grupo de Gabi.
- Sí, te entiendo. Yo tampoco me sentía muy identificado con ese estilo, pero bueno, me habían llamado como reemplazo de un guitarrista que se fue, y finalmente quedé en la banda por unos tres o cuatro años.

Cabe aclarar que el grupo hacía un estilo pop con baladas románticas. Sin abrir juicios de valor, puedo decir que estaba un poco lejos de mis gustos, pero no puedo negar que me brindó increíbles experiencias de giras por el interior y miles de anécdotas divertidísimas que hoy pagaría por repetir. Le conté esto mismo a Laura.

Ella se mostraba cada vez más interesada en la conversación.

- ¿Y cómo llegó a figurar tu teléfono en el disco?
- Bueno, en un momento hicimos una reedición para venta y promoción, y los teléfonos que figuraban impresos eran números viejos que ya no corrían, así que me ofrecí para pegar unos stickers en cada librito tapando los teléfonos viejos.

Lo que le dije fue un resumen. En realidad la decisión de poner mi número y mi mail fue aprobada por todos los del grupo. Para esa época todos los integrantes estaban casados, comprometidos o algo, y la publicación del teléfono de cualquiera de ellos en la tapa del CD era riesgo de algún quilombo marital. De hecho ya más de uno había tenido conflictos por llamados inportunos de algunas fans que habían conocido en las giras, incluso sin haber publicado su número en ningún lado. Y en fin, el único que no tenía compromisos para ese entonces era yo, así que me ofrecí a publicar mi contacto.

Bueno, no recuerdo los detalles de la charla. Sólo recuerdo que de a poco fuimos contándonos cosas de cada uno, tomando confianza de a poco, todo así, por teléfono, sin conocernos las caras. Parecía que ella tenía cierta fascinación por los músicos, cosa que confirmé tiempo después. Además le gustaba la lectura, con lo cual llegamos a charlar un poco de gustos literarios también. Supongo que también nos contamos nuestras situaciones sentimentales y esas cosas. Me dijo que tenía 30 años. Yo tenía 35. Su voz me resultaba irresistiblemente agradable. Para esa altura ya nos habíamos olvidado de Gabriel.

Todo parecía encantador. La conversación debe haber durado, no sé, media, una hora, tranquilamente. En algún momento la charla se agotó, aunque estaba claro que ninguno de los dos quería cortar.

Finalmente nos fuimos despidiendo, sin encontrar excusa para algo más, y cortamos.

Estuve un rato así, sorprendido, flotando en una nube. Y confieso también, un poco triste porque no pude conocerla.

Cinco, diez minutos después, suena el teléfono.

- Hola.
- Hola, cómo estás, soy Laura de nuevo.
- Jaja ¡hola!
- Je. Mirá, espero que no lo tomes a mal... es que... me quedé pensando... me gustó charlar con vos, y me gustaría invitarte a tomar un café, si no te parece desubicado...
- ¡No, claro! O sea ¡me encantaría! Yo también me quedé con ganas de seguir la charla.
- ¡Qué bien! ¿Tenés algo que hacer ahora, en un rato?
- Eeemmmh... La verdad que no, para qué te voy a mentir, jaja. ¿Te parece dentro de cuarenta minutos?
- ¡Dale, bárbaro! Yo conozco un bar muy lindo, tranquilo, cerca de mi casa por Belgrano, si te parece bien.
- ¡Sí, perfecto!

Me dio las indicaciones para llegar. Intercambiamos breves descripciones físicas para reconocernos. Además, como seña particular, ella iba a llevar un libro que me quería mostrar y comentar, que la tenía muy interesada ultimamente.

Mientras me duchaba y cambiaba, tenía una sensaciones contradictorias: por un lado estaba muy animado con la posiblidad de conocer a esta chica que me acababa de fascinar por teléfono. Por otro lado era totalmente conciente de que estas citas a ciegas suelen resultar en un chasco. Lo sabía por experiencia propia. Pero me dije "¿Qué problema hay? Es domingo a la tarde, casi noche, el momento más deprimente de mi semana. Dicen que es cuando más suicidios hay. ¿Qué puede ser peor que quedarse en casa mirando la tele, contemplando cómo se esfuma el fin de semana y soportando la angustia del lunes laboral que se acerca con paso inexorable y trágico? En el peor de los casos, tomaremos algo, tendremos una charla entretenida, y cada cual a su casa."

Así pues, me duché, me vestí de estricto yo, zaparrastroso, me calcé mi mejor sonrisa (la única que tengo, una medio tristona que conseguí de oferta hace 30 años) y me tomé un taxi hacia lo incierto.

Recuerdo que tomé la precaución de bajarme a una cuadra del bar, cosa de que no me viera bajar de un taxi. No podría explicar por qué, pero me parece poco romántico o elegante que te vean bajar de un taxi para una cita. Además que debe dar una imagen de ansioso o apurado. Lo ideal sería que dijera "vine caminando tranquilamente, contemplando el paisaje", pero nadie me creería considerando que vivía en Almagro.

El bar era lindo efectivamente; tenía muchas mesitas en una vereda muy tranquila y arbolada. Por ahí estaba parada una chica bastante atractiva, más de lo que yo podía esperar para este caso. Estaba vestida con cierta formalidad informal. Tenía efectivamente un libro en la mano. Me jugé y le hablé:

- ¿Laura?
- ¿Daniel?

Sonrisas y beso de presentación, nos sentamos en una mesa apartada, pedimos cerveza. No recuerdo cómo rompimos el hielo. Ella volvió a ... lo extraño del encuentro, que nunca había hecho algo así, etcétera. En ese aspecto yo estaba más que experimentado, traté de transmitirle tranquilidad, que no había que darle demasiada importancia a las formas. Supongo que luego repasamos todo lo hablado por teléfono, su interés nunca explicitado por Gabriel, mi relación con la banda, el resumen de nuestras vidas. En algún momento me enteré que estaba de novia con un jugador de polo (sí, un jugador de polo, lo más bizarro que escuché en mi vida; pensé que los jugadores de polo sólo existían en la tele). Al parecer su novio estaba en viaje de negocios por una semana y ella aprovechó ese lapso para tomarse unas vacaciones y replantear su vida.

Luego de un buen rato de charla otra vez parecían agotarse los temas.

Le recordé el libro que me quería mostrar. Resultó ser El arte de amar, de Erich Fromm. Para ese entonces yo no tenía idea de su existencia (meses después lo leí con mucho interés). En algún momento yo había mencionado mi formación marxista, y eso le sirvió como link para leerme algunos párrafos de libro. Al leer en voz alta ella se fue emocionando, estaba notablemente sensible a la temática del amor desde el conocimiento profundo del otro. Seguramente tejía relaciones con su vida personal. Más allá de resultarme interesante su lectura, yo ya no podía evitar sentir un fuerte deseo de besarla.

Discutimos un rato nuestras apreciaciones sobre el texto. Todo se fue cubriendo de un halo de novela romántica. Algo mágico literalmente, sin relación la la realidad.

Ella comenzó a llorar. Delicadamente, sin escándalo. Casi diría con cierto control. Intenté acercarme a ella, le tomé la mano. Amagué besarla pero no funcionó, me sacó amablemente, sin hacerme sentir mal.

Esperamos un ratito hasta que ella se calmó, y decidimos dar por terminada la cita.

Ella vivía a pocas cuadras, era de noche y me ofrecí a acompañarla hasta la esquina de su casa, aclarándole que no era necesario que fuera hasta la puerta si no le parecía correcto. Aceptó. Caminamos esas cuadras en silencio. Al llegar a la última esquina me dijo:

- Es acá.
- Bueno -dije yo, y me quedé unos segundos pensando- Me da tristeza pensar que hasta acá llegamos, que no te voy a volver a ver, que...

No recuerdo qué más atiné a decir, pero eso la volvió a conmover. Me interrumpió con un beso larguísimo, de esos que te hacen flotar en una nube. Su nube.

Luego me invitó a pasar a su departamento. Cinco minutos antes yo estaba lamentándome sinceramente y a punto de volverme a casa, y ahora estaba sentado en su sofá sin tener la menor idea de cual iba a ser el próximo paso.

Creo que me ofreció algo de tomar. Seguimos besándonos un rato. Finalmente hicimos el amor. Recuerdo que ella manejó los tiempos de todo. Detesto las metáforas futboleras, más aún los nombres propios, pero cuando yo aceleraba ella ponía una pausa y daba el pase hacia atrás.

Yo seguía flotando en su nube.

Me invitó a dormir ahí, algo para lo cual yo no había venido preparado. De hecho al día siguiente tenía que ir a trabajar como todo lunes. Por supuesto que no me importó el trabajo (nunca me importó). Me quedé en su cama. Dormí poco obviamente, a la mañana temprano tomamos un café apurados, me puse la misma ropa con la que vine y me fui directo al trabajo.
Ese lunes tenía las ojeras por el suelo, pero una felicidad que ningún jefe me podía borrar de la cara.
El miércoles la invité a mi modesto monoambiente de Almagro. Pasamos la noche juntos nuevamente.

Yo seguía flotando en su nube.

El viernes volví a pasar la noche en su casa.
Dejamos abierta la puerta para el fin de semana, sin confirmar.
El sábado no tuve noticias de ella.
El domingo tampoco.
Creo que la llamé el domingo a la noche. Me contestó brevemente que su novio había vuelto del viaje, que ahora no podía hablar, que tenía que pensar qué quería hacer de su vida, que ella me llamaría luego.

El epílogo es una rápida pendiente en descenso con final previsible. Las pocas conversaciones telefónicas que siguieron sólo aportaron explicaciones innecesarias. Lo concreto es que ella decidió tomar distancia de su pareja y también de mí. De paso estaba por encontrarse con otro músico al que acababa de conocer, mientras decidía el rumbo de sus relaciones y analizaba empíricamente la metáfisica del amor. ¿Quién dijo que tanta sinceridad es buena para el amor?

Me bajó de su nube.

En ese momento lo sufrí, me enojé y todas esas tonterías que uno siente en estos casos. Pero en el fondo estaba agradecido: acababa de pasar una semana mágica e inolvidable, más no se podía pedir.

Ésa era Laura: un personaje mágico, casi de ficción, sin relación con la realidad. Ni siquiera la suya propia.
Me costó demasiados meses olvidarla. Debería haber estado preparado para entender ese final anunciado. En mi lógica estaba preparado, pero cuando uno es protagonista del cuento toda la lógica se va al carajo.

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