4 de noviembre de 2010

Pagadiós

Verano del 86, Villa Gesell. Epoca de carpas, fogones, guitarreadas, rock nacional y silvio, porros, clericós berretas.

Habíamos ido de campamento un puñado de amigos y amigas. Una noche Juan y yo decidimos ir a comer pizza a la 3. Fuimos a la pizzería más barata del centro; estaba hasta las manos, a duras penas conseguimos una mesita en la vereda, bastante alejada de la puerta.

El mozo no venía nunca. Después de mucho rato tuvimos nuestra pizza y nuestra birra en la mesa.

La peatonal estaba repleta también, como todas las noches, la mayoría chicos y chicas de nuestra edad (17 por entonces), como sigue siendo hoy, creo.

Terminanos de comer y otra vez llamar al mozo para pagarle. El "garçon" había desaparecido en el tumulto de clientes. Era un morocho petiso y fortachón, con la mala onda propia de quien está laburando como un burro a la noche, mientras la pendejada está de joda; y también, reconozcámoslo, con la misma onda de cualquier típico mozo argentino, no importa dónde ni la cantidad de clientes. Podría decirse que era la pizzería "Los Hijos de Puta" de Capussotto, pero sería un poco exagerado.

Después de esperar y esperar a que vengan a cobrarnos, Juan y yo decidimos que la noche se nos escapaba, las muchachas se alejaban junto con la diversión,  y era hora de tomar una determinación: el pagadiós.

Como estábamos tan alejados del núcleo del local en cuestión, la cosa fue fácil: levantarnos tranquilamente y zambullirnos en la marea de gente de la 3, rumbo a nuevos puertos. Al minuto ya estábamos caminando alegremente en la otra cuadra. Nos metimos en un Sacoa (local de videojuegos que por ese entonces también hacia furor) y al poco rato estábamos cada uno en su maquinita.

Pasaron tal vez diez minutos, quince, no sé. En un momento alguien se le acerca a Juan por detrás y lo llama tocándole el hombro. Yo estaba a un metro tal vez, ensimismado en mi juego, apenas pude advertir la situación: cuando Juan se dio vuelta para ver quién era, recibió como saludo una trompada en la mejilla.

Sí amigos, adivinaron: era el mismísimo maitre del relato, que había aparecido de la nada acompañado de un cocinero de su misma corta estatura pero tal vez el doble de ancho de espalda.

La trompada no fue gran cosa, ha dicho Juan en relatos posteriores, y doy fé porque su cara fue más de sorpresa que de dolor. La misma cara de sorpresa que puse yo.
Ahí mismo se nos increpó el habernos ausentado sin oblar la consumición, balbuceamos alguna disculpa y finalmente pagamos en el mismo acto, sin escribano y sin acta de recibo.

Poco después estábamos nuevamente caminando por la peatonal, cagándonos de risa, pero aún asombrados y preguntándonos cómo carajo nos habían encontrado y tan rápido. Hasta el día de hoy me lo pregunto. Sospecho que todos los muchachitos piolas como nosotros debían seguir un patrón que sólo conocen, por repetición, los que laburan ahí.

También queda otra cuenta por saldar: creo que Juan me lo dijo luego, o fue mi propia conciencia, pero yo debería haber reaccionado más activamente en defensa de mi amigo. Seguramente fue la sorpresa, sumada a la culpa, sumada a mi proverbial costumbre de escaparle a las confrontaciones, no sé.

No fue nada grave, eso lo sé, de hecho más tarde conocimos un par de chicas en esa misma peatonal, pero eso ya es parte de otra anécdota.

Por ahora sólo me resta decir:
Juan, ¿cuánto te debo? Esta cena la invito yo.

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