Durante un par de años Aníbal iba de mochilero al noroeste: Salta, Tucumán, Jujuy, Bolivia. Además de vacaciones, para él tenía cierto sentido de viaje iniciático por su interés en la música. Como porteño que toca guitarra, quena y charango, conocer el norte, presenciar esas peñas y guitarreadas cotidianas allá, era una deuda pendiente para él.
Cuando viajó a Salta tendría unos 25 años. Estando ahí se sentía un poco intimidado por la cantidad de músicos locales que conoció. Son comunes las reuniones improvisadas en casa de cualquier vecino para cantar zambas. Y él se sentía un poco como el forastero de las películas del oeste, que tiene que demostrar lo que sabe hacer para ganar el respeto de los lugareños. No es que nadie lo hiciera sentir así, pero era su sensación.
Una noche paseaba por una calle oscura de la ciudad de Salta, con su guitarra al hombro. Sería la una de la madrugada. Le pareció escuchar un rumor de guitarreada que venía de un bar cerrado. Se acercó por curiosidad hasta la puerta. Efectivamente el lugar estaba cerrado, pero a través de los vidrios vio que adentro estaban tres tipos en una mesa, casi a oscuras, tocando y cantando, y por supuesto tomando unos vinos.
Ocurrió que uno de ellos se percató de la presencia del sigiloso espectador. Y para su sorpresa, se levantó, se acercó a la puerta y lo invitó a entrar.
- Así que llevás una guitarra... bueno, no te vas a quedar ahí mirando ¡pasá!
Con cierta timidez, entró.